Cuando se tiene seis años, la verdad no interesa tanto el pavo recien sacado del horno o los típicos romeritos, no importa tanto el chocolate que por gusto familiar y tradición, y casi obligatoriamente, era casi tan espeso y sin mucho dulce. No llama tanto la atención llenar de cosas de todas las formas y colores aquel árbol gigante que la abuela solía desenterrar de su caja dos semanas antes de las fiestas. A mis seis años, en verdad no estaban dentro de mis deseos las copas de vino o sidra, ni las luces de bengala que mamá procuraba que no tocase nunca solo. El único interés que alimentaba a la gran espera de la noche de navidad, era saber que al día siguiente, a primera hora, me levantaría de la cama, con los ojos como de estrella, con la manos impacientes como nunca, y una gran sonrisa de oreja a oreja como diría mi abuela. Cruzar la puerta de mi dormitorio, sujetándome de las paredes en el pasadizo, respirando profundo al cruzar el umbral de la sala, y arrodillarme con esa firme convicción que solo se tiene a esa edad. Y ver que ahí esta, que ahí se encontraba, en papel de regalo multicolor, con lazos rojos e sorprendentemente enorme. Aquel regalo que tanto esperaba. El que abrí con tanto cariño y que sin darme cuenta, mis padres contentos miraban por el borde de la puerta. Aquella navidad, cuando tenía seis años, y el mundo era perfecto. Hoy, a mis diecinueve años, se me viene a la memoria la imagen de ese niño que no sabia de problemas, ni de amores muertos, ni de stress, ni de sueños infames. Hoy, a mis diecinueve años, ya no me levanto a esperar el regalo perfecto, pero si, al abrir los ojos, esbozo una sonrisa como el mejor regalo que podría tener. Y saber que hay gente que siempre espera verme sonriendo.